Libertad. Esa era la palabra preferida y más usada por la humanidad, pero carecía de sentido, nadie era libre totalmente y tampoco podría serlo, la vida estaba ligada a la muerte desde el momento de la concepción y alumbramiento.
Con el tiempo, un sinónimo de esta palabra fue el sexo, según con cual se naciera eras más libre. En las calles era seguro andar si eras un hombre, los violadores no sentían gran aprecio por los chicos jóvenes que andaban a altas horas de la madrugada vagando por las frías calles nevadas. Nadie se fijaba en alguien con el pelo corto, contribuía que su ropa estuviera deshilachada y sucia por el paso de los días en la calle, pero eso no importaba al muchacho que corría contrarreloj por su vida, buscando que una libertad efímera.
Su vida se había limitado a huir de las personas que querían meterle en un orfanato puesto que era huérfano y no tenía a nadie, pero él no quería tenerlo, no necesitaba una familia para cumplir sus objetivos y no tenía tiempo que perder con gente que nunca adoptaría a un chiquillo de quince años, solo estaría dentro de esa institución mugrienta durante un año hasta que con la edad de dieciséis le mandaran a buscarse la vida, pero ¿no era eso lo qué ya hacía? Vivía en la calle, comía de la calle, de las sobras, dormía en rincones oscuros y su cuerpo se adaptaba a los distintos cambios estacionales. Nadie podría contra él, hasta esa noche.
La luna nueva dejaba que la oscuridad engullera todo, su fuerza le debilitaba y hacía que todo su cuerpo se ralentizara. Los días así solía esconderse para dormir, no se movía hasta que la luna volvía a ofrecerle cobijo con su luz, pero ese eclipse le pilló en una de las grandes calles concurridas de la avenida y con ello se encontró a la policía que se encargaba de los niños de la calle. Él se vio atrapado por un par de hombres y rápidamente fue llevado a un orfanato. Le creyeron enfermo y moribundo debido a su piel blanca y sus ojeras, aunque la ropa y olor no daba la sensación de lo contrario.
Tras tomarle las constantes le dejaron en una pequeña habitación con un barreño con agua tibia y algo de ropa holgada que podría utilizar. Allí la luna era inexistente y su cuerpo apenas reaccionaba mientras se lavaba y cambiaba asegurándose de que estaba totalmente tapado y que su pelo corto de color oscuro estaba desordenado. Al cabo de un rato alguien llamó a la puerta y le condujo a su nueva habitación, estaba solo y recluido por si tenía alguna enfermedad, lo prefería así esa noche.
–Aquí estarás hasta mañana, Xiel –informó la mujer sin mucho ánimo y alejándose para no contagiarse de lo que pudiera tener el muchacho. Este entró tranquilamente pasando por su lado y se dio la vuelta para mirarla, entonces sus ojos castaños brillaron un segundo mientras ella observaba sus finas facciones–. Será mejor que no estés enfermo si quieres que alguien te adopte.
–Como si eso fuera posible –dijo Xiel suspirando.
La puerta se cerró tras la mujer y se escuchó como la llave giraba en la cerradura. Xiel fue hasta la ventana y observó que no podría saltar. Miró el cielo con todas las estrellas brillando con fuerza, sin luna que le diera cobijo y una lágrima cayó de su mejilla mientras pensaba en su libertad arrebatada por la fuerza gracias al influjo de la luna que le hacía débil ese día.
Lloró hasta que se quedó dormido en el alfeizar, con el rostro claro recuperando color. Pero su tiempo ya había quedado marcado con su debilidad. Sabía que le quedaba un ciclo lunar y que los días estaban en su contra, totalmente encerrado no podría luchar contra la gran catástrofe que estaba por suceder una vez más.
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