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lunes, 21 de julio de 2014

Relato: Rosa.


Ella iba por el prado, escondido del mundo, lejos de la humanidad. Sabía que el día que fuera descubierto su secreto se iría para siempre. Por eso disfrutaba todo lo posible de la experiencia.
Las briznas de las hojas rozaban sus piernas desnudas, los zapatos manchaban su vestido pues los llevaba en la mano a la altura del muslo. Su pelo se iluminaba del color de la miel oscura con los rayos del gran astro de los cielos como si este mismo lo adorara. Caminaba sin fijarse en los animales que salían a su encuentro para admirar su belleza, tan pura como el agua congelada de la cumbre de una montaña.
Esa tarde sería la última escondida, la última sin compañía en ese mundo que atesoraba como suyo, como si fuera la reina sin dudar. Las nubes hacían sombra a su paso refrescando la tarde de mediados de mayo, aun no hacía todo el calor propio, pero la primavera era sabia y había alzado su maga entre las plantas formando un gran abanico de color que todo el mundo podría adorar.
Ya llegando se dijo que tenía que aceptar su destino, el que todos había dicho que sería para ella no era aceptable, no era normal, ni quería serlo nunca, por eso desobedecía las normas impuestas por sus progenitores sin que estos llegaran a ser conscientes de lo que pasaba con su propia hija.
Se sentó entre las hierbas, matas de bayas, olores vivos y dulces de algunas flores. Los animales salieron a su paso agradecidos por su sola presencia. La lluvia comenzó a caer poco después como agujas afiladas que herían la nacarada piel de la joven.
Ella cerró los ojos, sus párpados cayeron y sus pestañas rozaron la parte superior de sus pómulos. Se abandonó a la sensación de la naturaleza sobre ella sin ofrecer resistencia. Una de las plantas reptó hacia ella, hacia su brazo con lentitud y sus espinas se clavaron en la piel dejando rastros de sangre. Apretó los labios y se convirtieron en una dura fina blanca sin color. Poco a poco la planta se fue introduciendo en su interior dejando a la muchacha sin su propia vida, absorbiendo su sangre como si fuera agua de vida. Sus venas se llenaron de raíces, sus pies se anclaron al suelo y se hundieron lentamente. Sus manos se alzaron por un alarido rasgado y se quedaron sobre su cuerpo antes de que los tallos finos de su interior se convirtieran en leñosos y duros. Su sangre se fue solidificando y haciendo más pesada. El agua mantenía hidratado el proceso hasta que por fin pasó,
Su cuerpo se enderezó y lentamente se puso oscuros, una forma suave y dura que se asemejaba al tronco de un pequeño arbusto. El pelo fueron las hojas que como lianas se entretejieron entre los dedos formando el follaje. Sus venas se vieron colapsadas hasta llegar al corazón. Y allí bajo el dulce latido se abrió la flor roza de su vida, su último latido que desbordó y trasformo en pétalos la sangre.
Así en medio del prado creció el rosal de la vida, sacrificio de una joven que se había entregado a su creadora la naturaleza como siempre había deseado.